Fernando Mires
1. Ya los más destacados constitucionalistas venezolanos se han referido a ese tema desde el punto de vista jurídico, de tal modo que es muy poco lo que yo -desde una perspectiva tan lejana- podría agregar. La opinión casi unánime es que en consideración de que el tema de la prolongación del mandato presidencial fue definitivamente zanjado a través del triunfo del NO en el referéndum del 2 de diciembre del 2007 y considerando que la Constitución estipula con extrema claridad que una iniciativa de reforma constitucional que no sea aprobada no podrá presentarse de nuevo en un mismo período constitucional a la Asamblea Nacional, la enmienda constitucional es, desde el punto de vista jurídico, inconstitucional. El sólo llamado a votar por la enmienda, implica una violación constitucional. No es demasiado lo que se puede argumentar sobre ese punto. Está todo dicho.
En cualquier país del mundo en donde rija el principio de la separación de poderes ese referéndum que tendrá lugar el 15 de febrero del 2009 habría sido una absoluta imposibilidad. No obstante, el hecho de que en Venezuela no rija la división de los poderes –reiteradamente probado por las decisiones del TSJ (ver caso de las habilitaciones, entre muchos)- obliga a dejar de lado la discusión jurídica y remitirse exclusivamente a la discusión política acerca del tema. Los seguidores incondicionales del gobierno así lo han decidido. Ni siquiera se toman la molestia de argumentar legalmente. En el mejor de los casos, recurren a triquiñuelas de leguleyos. Se trata, en fin, de un referéndum violado por sus propias argucias. La propia pregunta del referéndum es un desacato a las normas más elementales del derecho público. Preguntar a los votantes si van a votar en contra o a favor de la ampliación de los derechos del pueblo, esto es, preguntar al pueblo si está en contra o a favor de sí mismo, no sólo es un truco ilegal: es una infamia. Si hay algo peor que la enmienda, es la pregunta por la enmienda.
El mismo hecho de reemplazar el argumento jurídico por el truco leguleyo demuestra que el gobierno está decidido a subordinar la Constitución al poder político; y no el poder político a la Constitución. Ese propósito implica por definición una violación constitucional.
La oposición venezolana carece de protección jurídica, carece de protección militar y policial, carece de protección parlamentaria, carece de protección institucional. Debe ser, junto con la rusa y la bielorusa, una de las oposiciones más inermes del mundo. Llega a dar lástima. Sólo le queda, como último recurso, la protección política, lo que significaría – a sabiendas de la inconstitucionalidad de la enmienda - intentar alcanzar los votos de la mayoría en una lucha extremadamente desigual y frente a un gobierno que desata mecanismos altamente represivos y que, además, controla gran parte de los medios de propaganda, financiados con el dinero de todos los venezolanos. En esas condiciones de radical desigualdad, si el gobierno no llega a obtener una mayoría abrumadora, habrá perdido políticamente la elección, aunque afirme que nominalmente ha ganado. Un triunfo estrecho del SÍ en contra del NO, dejará todas las cartas abiertas para el futuro inmediato. La lógica matemática no siempre es idéntica a la lógica política. Esto hay que decirlo desde un comienzo, por si alguien lo ha olvidado.
Con un estrecho triunfo, el gobierno no habrá ganado en legalidad, puesto que el mismo la ha violado, y tampoco habrá obtenido más legitimidad. Ahora, si el gobierno, en las condiciones por el mismo impuestas, llegara a perder, lo que es muy difícil, habrá perdido tanto la legalidad como la legitimidad a la vez. Eso, por lo demás, lo sabe muy bien el gobierno. Por eso ha prohibido perder. Pero ese es un tema que deberá ser discutido a partir del 16 de febrero, suponiendo que todavía sea posible discutir.
El argumento leguleyo del oficialismo que afirma que la enmienda no sustenta la reelección indefinida sino que “amplía los derechos del pueblo” -de donde se supone el absurdo de que los miembros del pueblo son sólo los que gobiernan- para ser reelegido a través de nuevas elecciones, es para decir lo menos, falaz. Si el mandatario venezolano fuera un mandatario cualquiera, esa tesis podría ser quizás tema de una seria controversia. Pero quien conoce el proyecto político-militar que representa Chávez y el chavismo, se da cuenta de inmediato que el objetivo de la enmienda no es sólo la reelección indefinida sino, hablando desde una perspectiva puramente pre- política (que es al fin la que ha impuesto el propio gobierno) forma parte de una estrategia de acumulación de poder. O lo que es peor: la propia Constitución ha sido convertida en táctica de una estrategia política que trasciende a la Constitución. Nadie impedirá al fin, que si obtiene un triunfo resonante, el gobierno afirme que el pueblo “ya decidió” el 15 de febrero; y ahí se quede, hasta que la muerte nos separe, amén.
2.
El gobierno venezolano no sólo ha violado su propia Constitución; ha cometido, además, un desacato de similar o de peor calibre: ha usurpado la soberanía popular. Me explico:
Todas las constituciones del mundo tienen como fundamento una idea: esa es la idea de que la soberanía reside en el pueblo. Esa idea proviene de los inicios de los tiempos modernos y es la misma que dio origen a las revoluciones más decisivas de nuestra época, que fueron la norteamericana y la francesa. Esa idea tiene, no podía ser de otra manera, un origen teológico, y dice así: “Dios, que es el único poder, delega su poder a los pueblos para que elijan a sus soberanos. Por lo tanto, el verdadero soberano es el pueblo”. Así se explica, para poner un ejemplo, que –según el genio de Lope de Vega- cuando el pueblo de Fuenteovejuna en rebelión al ser preguntado: “¿Quién lo mató?” La respuesta unánime fue: “Fuenteovejuna”; o sea: el pueblo soberano negaba -de acuerdo a la pluma política de Lope de Vega- la soberanía usurpada.
Recordando a Fuenteovejuna entendí porque los alemanes del Este, cuando escuchaban a los dictadores comunistas hablar en nombre del pueblo, salieron un día a la calle y gritaron: “nosotros, nosotros somos el pueblo”, frase multitudinaria que derrumbó muros; tanto los de cemento como los mentales. Eso es lo que debería haber gritado la oposición venezolana, cuando su presidente, con increíble seguridad afirmó que la enmienda había sido pedida por “el pueblo”. Cuan inerme ha de estar la oposición de Venezuela al verse obligada a aceptar una extorsión en nombre de un pueblo del cual la oposición es, por lo menos, la mitad.
¿Cuándo el pueblo pidió a gritos una enmienda? ¿Dónde estaba el gran movimiento popular que gritaba en las calles: “enmienda, enmienda queremos, enmienda, enmienda nada más?” En ninguna otra parte que no hubiera sido en el cerebro de quien cree que es el pueblo.
El pueblo venezolano, el verdadero, venía saliendo de disputadas elecciones regionales; estaba políticamente agotado. Tanto chavistas como no chavistas se disponían a pasar la navidad en paz; cada uno con los suyos. Mas, de pronto se enteraron de que el “pueblo”, es decir, todos, no podían seguir viviendo más sin una enmienda. Y allá fueron. Los chavistas sumisos a defender una enmienda que no entendían. Los antichavistas: a luchar contra esa enmienda. El pueblo fue enviado a luchar por un hombre que imaginaba ser el pueblo; y el pueblo obedeció. Militares y civiles; malos y buenos, progresistas, reaccionarios, revolucionarios y contrarevolucionarios, negros y blancos, todos mezclados entre sí, comenzaron a golpearse en las calles en nombre de un pueblo sin saber que ellos eran el pueblo y no quien les hablaba en nombre del pueblo. Si no fuese tan trágico sería comedia.
El pueblo en su soberanía, había sido usurpado por quien puede ser, bajo ciertas condiciones, un delegado del pueblo en el poder. Nunca el pueblo. El presidente ha violado así no sólo la letra de Constitución. Ha violado además el principio de la soberanía popular, fuente de toda Constitución. Y todo ¿para qué?
La respuesta oficialista es lacerante: para la revolución.
3.
Inmediatamente después que “el pueblo”, es decir el presidente, habló, el pueblo, el verdadero, se enteró de que la revolución había entrado a una nueva fase de profundización. ¿Y cuáles habían sido las otras fases? ¿Dónde está escrito el plan de la revolución? Al menos los sistemas totalitarios del reciente pasado elaboraban planes quinquenales que por cierto siempre fracasaban, pero eran planes, y como tales, eran dados a conocer públicamente, aunque nadie los leyera. El pueblo venezolano, en cambio, se entera de que hay una nueva fase que requiere enmiendas constitucionales después que la enmienda ha sido dada a conocer. De modo que no es el plan el que da a conocer la enmienda sino que la enmienda da a conocer al plan. Esa es otra violación: y es la violación del más elemental sentido común.
“En nombre de la revolución todo está permitido”. Ese ha sido el lema de todos quienes han sido o imaginan ser revolucionarios. La revolución, en el marco de esa lógica, deja de ser un acontecimiento real y se transforma en una entidad dotada de vida propia cuya razón interna es dada a conocer como si fuese una revelación religiosa por quienes hablan en nombre de ella. Quien alguna vez quiera justificarlo todo (robar, mentir, violar, matar) sólo le basta decir, como los de las FARC, que lo hace en nombre de una revolución. Aunque esa revolución nunca haya existido, como es el caso notorio de Venezuela.
La revolución es un acontecimiento. Una revolución no dura más que lo que dura el acontecimiento, que puede ser el derrocamiento de un tirano, la caída de un régimen o una transformación profunda en las ciencias o en las con-ciencias. Si una revolución dura más allá del acontecimiento, ya no es una revolución; es otra cosa. Porque una revolución es un acontecimiento que al ser extraordinario es excepcional. Nadie, ni los individuos ni los pueblos pueden vivir en un estado de excepción permanente. Los dictadores, en cambio, buscan extender su mandato hacia el infinito, amparados en la idea de la revolución. Así se explica porqué casi todos los dictadores se han declarado revolucionarios.
Pinochet, por ejemplo, imaginaba que él debía permanecer en el gobierno hasta el fin de sus días para realizar la que él llamaba “revolución restauradora”. Eso no sólo lo imaginó sino que, además, lo hizo Castro. Pues, en la lógica de cada dictador, no es la duración de la revolución lo que determina su mandato sino la duración de su mandato lo que determina la duración de la revolución. Así, la revolución, que alguna vez fue una palabra que sirvió para designar a levantamientos populares, ha terminado por transformarse en la religión de las dictaduras. Y como toda religión, la religión revolucionaria no reconoce ningún principio, ninguna moral, ninguna ley, nada que no sea aquello que proviene de los mandamientos de la revolución. Así se explica porque siempre los dictadores revolucionarios han entrado en conflicto con las religiones. Los dictadores las consideran, en efecto, como rivales que les disputan el principio de la eternidad del cual ellos creen ser sus depositarios absolutos. Los ataques terroristas en contra de la Nunciatoria Apostólica; la profanación de la Sinagoga, y los desacatos teológicos en las que incurre el presidente en sus discursos (¡Cristo era socialista!) no son hechos casuales, sino equivalentes a todos aquellos que siendo apenas ídolos de barro quieren ser adorados como dioses. Así se explica también porque para ellos la razón constitucional no vale nada frente a la razón revolucionaria. Y si es necesario cometer fraudes en nombre de la revolución, el fraude será también santificado.
Sadam Hussein, siguiendo el ejemplo de las dictaduras comunistas europeas, ganó las elecciones nacionales con el 99% de los votos. Castro es más modesto; ganó “apenas” con el 95%. En un nivel menor, el fraude electoral cometido en Nicaragua -del cual han dado testimonio visual personas de tan alta credibilidad como los escritores Gioconda Belli y Sergio Ramirez- fue realizado en nombre de la revolución. Yo pienso que, efectivamente Ortega sabía del fraude, el que hizo cometer, no porque fuera un fraude, sino como una medida para salvar a la santa revolución de una mayoría “engañada” por el “imperio”. ¿Qué sucederá en Venezuela? No sé.
Como una dictadura no quiere jamás terminar, la revolución que la sustenta no debe tampoco terminar. De ahí que los dictadores inventan una y otra y otra fase de la revolución para que ésta no termine jamás. De este modo la revolución se convierte en un abismo al que siempre hay que profundizar. “Quien hace revoluciones a medias, cava su propia tumba”- dijo Robespierre en el drama de Georg Büchner (“La Muerte de Dantón”). Efectivamente: para no cavar su propia tumba, Robespierre, como después Stalin, necesitaba que la revolución siempre se encontrara a medias para seguir profundizándola (enmendándola) hasta el infinito. La revolución se convierte así en una necesidad biológica del dictador: en una cuestión de vida o muerte. “Patria o muerte” no sólo es, por lo tanto, una consigna fatídica sino, además, es el salvavidas que arrojan los dictadores desesperados al océano de la historia. Mas, llegará el momento en que la revolución, convertida en diosa, devorará a sus propios hijos; que fue ése el destino de Robespierre, Danton, Trotzky, Bujarin, Cienfuegos, Guevara, y cientos, cientos más. “Nosotros no hemos hecho la revolución; la revolución nos ha hecho a nosotros” dijo Dantón en el drama de Büchner, para agregar, poco antes de ser guillotinado: “La revolución es como la hija de Pellas; ella despedaza a los seres humanos para rejuvenecerse a sí misma”.
No la Constitución sino que la revolución es, para los dictadores revolucionarios, la fuente de todo derecho. Así como la ley religiosa o Scharia se encuentra en algunos países islámicos sobre la Constitución civil, la ley revolucionaria (decreto) se encuentra bajo determinadas dictaduras por sobre la Constitución. Pero a diferencia de la ley religiosa que yace en las líneas de un libro supuestamente sagrado, la ley de la revolución está determinada por las ocurrencias y necesidades del dictador. Es por eso que bajo las dictaduras, las constituciones son enmendadas y remendadas sin cesar, hasta que definitivamente caben en el cuerpo del dictador. No ocurre así en los países democráticos donde nadie, pero absolutamente nadie, se encuentra por sobre la Constitución.
No hay nada más difícil que introducir una enmienda en alguna Constitución de algún país democrático. Que en diferentes países europeos, y sobre todo en los EE UU se encuentren en la letra constitucional verdaderos anacronismos, no lleva a nadie a desear cambiarlos porque “así lo quisieron los padres de la Constitución”. De tal modo que suele suceder que, cuando algún mandatario falta a la Constitución, debe pagarlo muy caro. Todavía flotan en el tiempo los recuerdos de los casos de Watergate de un Nixon, o los deslices eróticos de un Clinton.
Es que la Constitución no es un montón de leyes. Es un conjunto orgánico. Si tú introduces una enmienda, no sólo cambias una ley, sino que alteras todo el conjunto. Con mayor razón todavía si esa ley toca un principio tan central como es el de la alternabilidad del poder. Ese es el motivo que explica porque las constituciones deben permanecer, en lo posible, intocadas a través del tiempo. Ellas están por sobre todos y debajo de nadie. La Constitución, el mismo término lo dice, es el modo como una nación se constituye a sí misma. Más aún: como afirmaba Montesquieu: en las constituciones se encuentra reflejada el espíritu de las leyes. Entiéndase bien: no la letra: el espíritu de las leyes. Es decir: las leyes tienen espíritu.
El espíritu de una ley se encuentra según Montesquieu (“Las Costumbres y las Leyes”) en la propia historia de los pueblos, historia de donde vienen las costumbres que configuran ese “derecho antes del derecho” que no puede obviar ninguna Constitución. Detrás de cada ley hay muchas vidas; y a veces son vidas que sangran con dolor. Esa, y no otra razón, es la que debe llevarnos a respetar a la Constitución; y no sólo a la nuestra, sino a la de todos los países del mundo. En ella vivimos todos y nuestros antepasados también. La Constitución somos nosotros mismos constituidos como ciudadanos en la Ley. Esa también es la razón que llevó a Kant a sostener en su “Crítica de la Razón Práctica” su tan conocida máxima relativa a que hay que actuar de tal modo “que las máximas de tu voluntad puedan valer al mismo tiempo como principios de una legislación general”. Quiere decir: si no conoces la letra de la Ley, o si no hay Ley, actúa según su espíritu. Ese espíritu no sólo está en la Constitución: es la Constitución. Recuerdo al llegar a este punto un artículo de un amigo venezolano. Quizás sin haber leído a Kant, escribió: “Yo voté en contra de esa Constitución pero hoy la defiendo. Sigo pensando que es una Constitución de mierda. Pero es MI Constitución.
Al fin sólo queda el voto, y con el voto una esperanza. Ojalá, dirán muchos -en ese momento tan íntimo y tan público que es el votar- que ésa, la última esperanza, no sea objeto de otra violación.
( Ruédalo...! )
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