Un aneurisma cerebral es una bomba de tiempo dispuesta a estallar en cualquier momento; una granada antipersonal de la cual no tenemos conocimiento hasta que el destino nos la pone en nuestro camino: Un intensísimo dolor de cabeza, nuca y cintura, caída como fardo desde la propia altura, nauseas, vómitos, convulsiones y coma. Ha ocurrido un sangrado intracraneal cataclísmico, la consecuencia de su ruptura. Se avizora una altísima mortalidad inmediata del 50%.
A los restantes,
¿Pero qué ocurre en nuestros hospitales públicos? No hay que ser muy perspicaz para adivinarlo. El paciente debe pagar la tomografía, la arteriografía y el clip y esperar a veces hasta 3 meses para ser intervenido.
Una espada de Damocles penderá vacilante sobre su cabeza. Una tercera parte morirá en la desesperante espera.
El ministro no conoce una sala de neurocirugía. No se atrevería a ir. Revierte el discurso, culpa a los neurocirujanos de mafiosos evadiendo el pesado bulto de su responsabilidad en el abandono de hospitales de quienes nada tienen.
Sólo a sus médicos tienen los pacientes para ayudarles. No obstante, sin real conocimiento de causa se envían en tropel fiscales amaestrados contra el jefe del servicio, a quien se expone a la vindicta pública con tal de lavar manos de homicidas culposos.
En la cotidianidad de un hospital se suceden actos de heroicidad que para la sociedad inmutable y complaciente no tiene impacto ni consecuencia alguna. Enfermeras, ángeles guardianes muy mal pagadas e ignoradas bañando a un indigente abandonado por
Desafiando a la muerte en medio de precarias condiciones, la heroicidad de nuestros neurocirujanos ha sido y es indeclinable virtud a toda prueba…
Rafael Muci-Mendoza