Como un motto, cantadito y cansón escuché desde lo lejos a mi nieta de ocho años recitar a su abuela, la tabla de multiplicar. Un caletre anunciado pero necesario, pensé.
De inmediato un dejo de angustia me corrió la columna dorsal y saltó a mi corazón. Sentí que mi pulso se desbocaba y se apiñaban en mi garganta. Todo iba muy bien y fluido hasta que traspasó la cota de la tabla del seis. Allí, disminuyó la velocidad del predicamento pero las respuestas eran seguras. Cuando entró a la del siete, sentí un estremecimiento, y un frío ártico me invadió las manos; en el paroxismo, sentí escalofríos y hasta me sudé.
A medida que progresaba, mi angustia iba in crescendo y los segundos se hicieron minutos; una vez que ella le preguntó ¿7x8?, para mí, la verbalización de la respuesta, se detuvo en el tiempo. Los síntomas premonitorios de una crisis de pánico, se despejaron cuando con firmeza contestó ¡56! Me acerqué al lugar del interrogatorio aquél y le dije, por favor, deletréame "felicidad".
Pensó algún minuto y luego lentamente y con algún titubeo me recitó "f-e-l-i-c-i-d-a-d". ¡Válgame Dios, lo hizo! Emocionado, le estampé un beso en la frente y le dije ceremonioso, ya no me importa que no seas presidenta de la república y ni que requieras de
La improvisación, la prisa, el atoro y la ausencia del filtro de la ponderación, son los peores enemigos del disertante. La humildad, el hablar pausado para los demás que no para oírse a uno mismo, el respeto al auditorio y sus necesidades fisiológicas, hablan de la madurez de la personalidad.
Presenciamos a un sujeto encalamocado en su propio discurso, el mismo que ha repetido sin cesar durante 10 años...
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