El día de Navidad de 2010 amaneció en un país en dictadura. Venezuela ha sucumbido a la férula de otro mandón, azote carente de talento y de probidad. También de formación, autocontrol, sentido del ridículo y observación de las normas que regulan la conducta del varón honorable. Y, lo peor, privado del más mínimo rastro de apego nacionalista.
La república se retuerce en la mano de un gorila cuyas acciones han estado sistemáticamente dirigidas a la destrucción física, institucional y moral de la patria. Esa es la verdad. Tanto, que ninguno de los requiebros que sus aduladores le destinan, ya en auténtico paroxismo de degradación, niegan estas afirmaciones que con todo compromiso (y relevando de responsabilidad al medio de comunicación que las publica) suscribo, rubricando estas líneas con mi rostro y con mi nombre, el que me legaron mis padres y mis abuelos, quienes me transmitieron, con semejante honor, el de mantenerlo apartado de claudicaciones, silencios y cobardes ausencias cuando el país que todo nos ha dado y al que todo debemos, ha sido puesto de rodillas con un golpe de Estado perpetrado en el recinto que debería gestionar para las leyes y la institucionalidad.
Caer en las garras de la justicia envilecida del régimen es una suerte terrible. Nadie lo ignora. Sobre todo para quienes no contamos con la fortuna que supone el pago de abogados y los múltiples aranceles impuestos al presidiario para asomarse a una ventana, para comer de un plato donde las moscas no hayan fijado cuartel, para dormir en una colchoneta y para mantenerse a salvo de las fieras que en las cárceles merodean a los débiles. Nadie quiere ese destino. Todos pedimos a Dios que aparte de nosotros ese cáliz. Pero también hemos rezado mucho para que no nos abandonen las fuerzas, para no callar cuando el país requiere la defensa de todos sus hijos, cuando a Venezuela se le ha hecho el más horrible de los agravios cual es el de convertir su democracia en leña para arrojar a la hoguera donde bailan los esbirros cubanos y esa arria de hienas que ha caído sobre nuestro país para arrancarle a dentelladas lo que nuestros mayores construyeron. A costa, por cierto, de mucho esfuerzo y sacrificio, cuando no del presidio, el exilio y la pérdida de sus vidas.
Esta columna no contendrá un análisis de los hechos. No es necesario. Lamentablemente, todo venezolano, por joven que sea, es capaz de distinguir una dictadura cuando la tiene delante. Nadie está desavisado aquí. Todo el mundo sabe con qué fiereza se ha desatado el mal en estas madrugadas a cuya sombra no ha trabajado sino el crimen. No hay, pues, un solo venezolano que pueda usar de coartada la ignorancia o la inocencia. Todos sabemos que nos han forzado a entonar el villancico de la tiranía.
Tampoco aspira a cambiar nada. Unas pocas líneas no detienen una dictadura parapetada en el fortín de las leyes. Sólo aspiro mantener las maneras democráticas, las únicas que he conocido en mi casa de Perijá, en la Universidad del Zulia, en las redacciones de periódicos, en las aulas donde, a mi vez, he prodigado lo que bebí en amada alma Mater. He venido aquí, cuando tendría que ofrecer mi relatico de navidad que cada año dedico a los presos políticos de Venezuela y sus familias, para constatar que ya no hay autocracia ni autoritarismo... hay una dictadura, a secas. Brutal, como lo son todas.
Negadora de las libertades, de los derechos, de las tradiciones civiles y civilizadas, como lo son todas. No puedo, pues, saber si habrá una siguiente entrega en este espacio, donde tantos paisanos me han privilegiado con su lectura y observaciones.
Lo que sí sé es que siempre hay una estrella que guía al justo hasta el rincón del mundo donde se ha producido un avatar prodigioso. Tarde o temprano, Venezuela será testigo de un nacimiento extraordinario. De hecho, el germen de su irrupción maravillosa anida ya en el corazón de los millones de demócratas que anteayer cenaron hallacas amargas. De 1958 para acá, Venezuela no había vivido una navidad tan triste y oscura como ésta. Y vendrán días muy duros.
Pero siempre habrá en lo alto una estrella que brille para nosotros. Estimado lector, préndela en tu pecho, escondida en la ropa para que no la detecten los sigüices. Ella nos orientará. Siempre ha sido así.
Esto también pasará.
Milagros Socorro
El Nacional