Rafael Osío Cabrices
–osiocabrices@hotmail.com
–osiocabrices@hotmail.com
La severa dislocación , el descoyuntamiento de Venezuela de los últimos años la cuenta de cuándo comenzó la fractura es personal, al igual que la evaluación de esos daños, si los hubo ha comenzado a producir en algunos de nosotros una sensación de exilio, de yo no soy de aquí, de yo no pertenezco a esto.
Una sensación que se nos clava en el pecho y que nos hace preguntarnos, mirando a nuestro alrededor, qué es ser venezolano. Y si ser venezolano es eso que uno ve en la calle, o en la televisión, o en la prensa. Si ser venezolano es lo que el “gobierno” llama ser patriota o ser bolivariano. O es burlarse de toda norma.
O es negarse a toda reflexión, a toda duda, a todo enfrentamiento con los muchos enigmas que nos tira la realidad a la cara, aunque tratemos de ver hacia otro lado. Si ser venezolano es sumergirse en el creciente río de gente que ha aceptado formar parte de la gran complicidad en cuanto a profundizar nuestros defectos colectivos.
O es negarse a toda reflexión, a toda duda, a todo enfrentamiento con los muchos enigmas que nos tira la realidad a la cara, aunque tratemos de ver hacia otro lado. Si ser venezolano es sumergirse en el creciente río de gente que ha aceptado formar parte de la gran complicidad en cuanto a profundizar nuestros defectos colectivos.
Es algo más que la reclusión voluntaria, por cansancio del mundo exterior o por miedo a la inseguridad. Es la dolorosa vivencia de quien ha tenido que dejar su tierra y ha empezado a vivir entre extraños, ante un idioma que apenas comprende, ante un montón de reglas y de códigos que todavía no domina. Es comenzar a sentirse un exiliado sin haber salido de aquí, sin haber dado el paso que otros están dando: encaramarse en un vuelo internacional sin pasaje de regreso.
Sé que una vez más me insultarán los nacionalistas de escapulario y los que se creyeron Ve- nezuela heroica, pero lo que me importa es que ustedes me entiendan. Intentaré explicarme: no es que a nosotros, los que nos estamos desarraigando, nos estén dejando de gustar las arepas o el queso Palmizulia. Nada que ver con eso. Ni que hayamos botado nuestros discos del Ensamble Gurrufío o nos haya cambiado el acento.
El problema va por otro lado: los valores. El conservarlos, el no poder convivir con los miles de tipos que los amenazan y que se burlan de ellos. Va por el lado del paisaje: parte del entorno físico de nuestra infancia o adolescencia ha sido demolido o contaminado hasta lo irreconocible. Nos cuesta mucho tomar la decisión de ir a una playa para verla en el estado en que está y someternos al clima de violencia que impera en la cola y en la arena. El problema es que nos criaron para una Venezuela que ya casi no encontramos por ninguna parte, salvo en nuestra memoria. Y esa Venezuela anterior, ese pequeño país nuestro, no estaba exento de mentiras ni de injusticias, no era ninguna Dinamarca, pero sin duda era preferible a este interminable reguetón, a esta siniestra adivinanza, a esta ruleta rusa.
Nos cambiaron todo, desde el escudo hasta la cédula, desde el billete de cinco hasta el reloj de La Previsora, el presupuesto personal, el simple hecho de tomarse un café con azúcar y leche. De paso, nos insultan, cada día, sin falta, en todos los periódicos, en los semáforos, en la cola del banco.
Y nos dicen, oficialmente: “Si no les gusta, que se vayan”. Pero resulta que si ya no somos de aquí, tampoco somos de ninguna otra parte. No tenemos otra nacionalidad ni otro léxico. El país que al parecer perdimos era el único que teníamos. Ya no tenemos raíces: se las comieron las termitas, las cercenó una inundación. Estamos desarraigados, o en trance de serlo.