Por Claudio Nazoa
En los países comunistas se pasa de digno a indigno sin que los dignos
o los indignos se den cuenta de en qué momento eran dignos y cuándo se
convirtieron en indignos.
Junto con dos artistas cubanos, talentosísimos y mejores personas, fui
invitado por un alcalde a un país de América para realizar una
presentación en el marco de las fiestas patronales de un remoto y
pequeño pueblo.
Siempre que los humoristas y comediantes venezolanos nos presentamos
fuera, nos sentimos estresados porque tememos que nuestra forma de
expresarnos no sea entendida. Hemos aprendido que si alguien es bueno
en su país tiene posibilidades de tener éxito fuera, tal como ocurrió
hace dos años en una competencia internacional humorística en Buenos
Aires, donde participaron comediantes de toda América. El primer lugar
lo obtuvo Laureano Márquez, el segundo, Emilio Lovera. Esto dice mucho
del alto nivel que en la actualidad tiene el humor y la comedia en
Venezuela.
Pero el caso del cuento de hoy no es la calidad de los comediantes
venezolanos. No.
Se trata del miedo. El terror que causa ser ciudadano de un país como
Cuba, donde existe una dictadura. Terminamos con éxito nuestra
presentación en el pequeño y frío pueblo y, para nuestra sorpresa, nos
enteramos de que entre el público se encontraba el cónsul de Cuba.
¿Qué hacía allí el señor cónsul? Quién sabe. Él se acercó amablemente
a saludarnos.
Luego, el alcalde nos invitó a cenar comida típica.
Nos sentamos en una larga mesa y la estábamos pasando muy bien hasta
que el cónsul, entre otras cosas, dijo que estaba organizando círculos
bolivarianos. Juro que traté de hacerme el pendejo y no opinar para no
echar a perder la velada y no comprometer a mis amigos cubanos. Como
no opinaba nada, el señor cónsul me preguntó directamente qué me
parecía Chávez.
Mis amigos cubanos me miraron con terror porque intuían mi respuesta.
Traté de mantener la calma y, para no ser rudo, dije que me encontraba
en la acera de enfrente del Gobierno. El cónsul, molesto, respondió:
“A ti RCTV te lavó el cerebro. Explícame por qué no te gusta la
revolución venezolana”.
Luego de una gran tensión, di una respuesta no necesariamente
política: Señor cónsul, a mí me gusta cepillarme los dientes con
crema dental. Me gusta bañarme con un oloroso jabón. Me encanta el
papel toilette suavecito y me horroriza imaginar que mi hija, después
de estudiar y graduarse en la universidad, tenga que prostituirse con
turistas para comprar toallas sanitarias.
Los amigos cubanos casi se desmayan, y el funcionario y sus compañeros
trataron de intimidarme preguntándome cómo me llamaba y en qué parte
de Venezuela vivía. Con orgullo dije que Venezuela todavía no es Cuba,
y en un papelote que servía de mantel anoté mi nombre, mi teléfono
privado y mi dirección.
Oportunamente intervino el alcalde y nos calmó proponiendo un brindis
por la amistad y la democracia.
Más tarde, en el hotel, mis amigos cubanos, aún asustados y en voz
baja, me felicitaron por hacer lo que ellos siempre habían querido
hacer.
Estaban aterrados, con miedo de que el cónsul pasara el chisme de que
ellos eran mis amigos, cosa que creo ocurrió, porque, y ojalá me
equivoque, siento que desde ese día, ellos se alejaron de mí a pesar
de la larga amistad que nos profesamos.
Conclusión: Venezuela nunca será como Cuba porque tenemos dignidad.
Aquí lo que nunca tendremos es miedo.
¡Pa’lante, es pa’lla!
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